Milenio by Tom Holland

Milenio by Tom Holland

autor:Tom Holland [Holland, Tom]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2018-09-12T00:00:00+00:00


CAPÍTULO 5

El Apocalipsis se posterga

El blues de al-Mahdi

AL FINAL de los tiempos, había predicado san Pablo, el anticristo aparecería en Jerusalén, sentado en el monte donde Salomón había erigido su templo en la Antigüedad, proclamando que «él es Dios»[352]. Sin embargo, por la sublime naturaleza de las Escrituras, su significado, aunque a los incultos les pareciera preciso, podía ser interpretado a muchos niveles por los sabios. Habían pasado muchas cosas desde que el apóstol pronunciara su profecía. El templo de los judíos llevaba tiempo derribado y totalmente destruido, aunque las iglesias se hubieran extendido por todo el mundo. ¿Cómo había que interpretar el «templo» en el que el anticristo tomaría asiento? «¿Será en aquellas ruinas del templo que edificó el rey Salomón o en la Iglesia?»[353]. Esta pregunta, planteada por san Agustín muchos siglos antes del Milenio, fue la que atormentó a Wulfstan tras la masacre del día de san Brice, y le llevó a ver, en las ruinas de una iglesia profanada, una posible prueba de la inminencia del anticristo. Era evidente que tanto si era en el monte del templo como en el interior del armazón de un santuario cristiano, las ruinas parecían el único telón de fondo apropiado para el trono del hijo de la perdición.

Con el tiempo, las preocupaciones de Wulfstan empezaron a desvanecerse. Los padecimientos de los ingleses no habían resultado ser mortíferos, y Canuto, lejos de saquear iglesias, como habían hecho sus antepasados, se hizo famoso por restaurarlas. Al viajar a Roma, había depositado de un modo ostentoso mantos cargados de plata en los altares de las abadías; «y de hecho, por cualquier altar que pasaba, por pequeño que fuera, entregaba sus dádivas, y las cubría de dulces besos»[354]. Pero la obsesión de financiar iglesias de cualquier modo posible no se limitaba a los reyes. En Francia e Italia sobre todo, allí donde viajara un peregrino como Canuto, es probable que pasara junto a carros repletos de madera y columnas saqueadas de antiguas ruinas y descubriera, pueblo tras pueblo, paredes de piedra blanca que se elevaban por encima de las chozas. Una iglesia nueva, casi tanto como un castillo elevado imponente en una colina, era una enfática marca del codicioso nuevo orden social: cualquier gobernador de un castillo rico, al fundar un lugar de culto, y privatizar lo que antaño era comunitario, marcaba así a los fieles que era de su propiedad.

Asimismo, los campesinos, privados de sus libertades y siempre obligados a vivir en aldeas, tenían interés en que se estableciera una iglesia entre ellos. Los entusiastas defensores de la paz de Dios exigían enérgicamente, sobre todo, que los nuevos señores y sus arrogantes y pendencieros caballeros aceptaran la inviolabilidad del territorio consagrado. Entrar en el cimiterium, el terreno en torno a la iglesia donde se enterraba a los muertos y donde los vivos se reunían en paz, para montar un mercado, realizar un juicio o celebrar una boda estaba atronadoramente prohibido para cualquier hombre de armas. Por invisibles que fueran los muros del



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